Presentamos este extracto del libro "El Partido Bolchevique" del historiador marxista Pierre Broue y lo dedicamos con mucho respeto a nuestros compañeros militantes de FEDEF 25 que también a muy corta edad se incorporan a a la lucha social a lado de nuestro pueblo trabajador en el campo, en la ciudad, en donde sea necesario, salud compañeros desde Chiapas hasta Sonora.
Los
hombres
No obstante,
el núcleo de la organización bolchevique, la «cohorte de hierro» compuesta por
militantes profesionales, se ha reclutado entre gente muy joven, obreros o
estudiantes, en una época y unas condiciones sociales que, ciertamente, no
permiten una excesiva prolongación de la infancia, sobre todo, en las familias
obreras. Los que renuncian a toda carrera y a toda ambición que no sea
política y colectiva, son jóvenes de menos de veinte años que, de forma
definitiva, emprenden una completa fusión con la lucha obrera. Mijail Tomsky,
litógrafo, que ingresa en el partido a los veinticinco años, es una excepción
en el conjunto, a pesar de los años que ha pasado luchando como independiente,
pues, en efecto, a su edad, la mayoría de sus compañeros llevan bastantes años
de militancia en el partido. El estudiante Piatakov, perteneciente a una gran
familia de la burguesía ucraniana, se hace bolchevique a los veinte años,
después de haber militado durante cierto tiempo en las filas de los
anarquistas. El estudiante Rosenfeld, llamado Kamenev, tiene diecinueve años
cuando ingresa en el partido, este es el caso igualmente del metalúrgico
Schmidt y del mecánico de precisión Iván Nikitich Smirnov. A los dieciocho años
se adhieren el metalúrgico Bakáiev, los estudiantes Bujarin y Krestinsky y el
zapatero Kaganóvich. El empleado Zinóviev y los metalúrgicos Serebriakov y
Lutovínov son bolcheviques desde los diecisiete años. Svérdlov trabaja de
mancebo de una farmacia cuando empieza a militar a los dieciséis años, como el
estudiante Kuibyschev. El zapatero Drobnis y el estudiante Smilgá ingresan en
el partido a los quince años, Piatnitsky lo hace a los catorce. Todos estos
jóvenes, cuando todavía no han pasado de la adolescencia son ya viejos
militantes y cuadros del partido. Svérdlov, a los diecisiete años, dirige la
organización social‑demócrata de Sormovo: la policía zarista, al
tratar de identificarle, le ha puesto el sobrenombre de «El chaval».
Sokólnikov, a los dieciocho años, es ya secretario de uno de los radios de
Moscú.
Rikov solo tiene veinticuatro años cuando se convierte, en Londres, en portavoz
de los komitetchiki e ingresa en el comité central. Cuando Zinóviev entra, a su
vez, a formar parte del comité central, a los veinticuatro años, ya es conocido
como responsable de los bolcheviques de San Petersburgo y redactor de Proletario.
Kámenev tiene veintidós años cuando es enviado como delegado a Londres;
Svérdlov sólo tiene veinte cuando acude a la conferencia de Tammerförs.
Serebriakov es el organizador y uno de los veinte delegados de las
organizaciones clandestinas rusas que en 1912 acuden a Praga, tiene entonces
veinticuatro años.
Estos jóvenes
han acudido en olas sucesivas, siguiendo el ritmo de las huelgas y de los
momentos culminantes del movimiento revolucionario. ‑Los más antiguos empezaron a militar alrededor de 1898 y se hicieron
bolcheviques a partir de 1903; tras ellos vino la generación de 1905 y años
consecutivos; por último, una tercera avalancha se integra a partir de 1911 y
1912. La vida de estos hombres se mide por años de presidio, de
acción clandestina, de condenas, de deportaciones y de exilios. Piatnitsky que
nació en 1882, milita desde 1896. Tras ser detenido en 1902, se fuga, se une a
la organización «iskrista» y más adelante emigra. Trabaja en el extranjero
hasta 1905. Vuelve a Rusia en este mismo año, se integra en la organización de
Odesa hasta 1906, más adelante en la de Moscú de 1906 a 1908. Es detenido,
consigue de nuevo evadirse, pasa a Alemania y asume allí un importante cargo
en el aparato técnico hasta 1913. Durante este tiempo aprende el oficio de
electricista. Vuelve clandestinamente a Rusia en 1913., encuentra trabajo en
una fábrica y es detenido y deportado de nuevo hasta 1914. Sin embargo, hay
otras biografías todavía más impresionantes: Sergio Mrachkovsky nace en la
cárcel donde se encuentran sus padres, presos políticos, pasa allí su infancia
antes de volver ya adulto y, esta vez, por propia voluntad; Tomsky, en 1917,
tiene treinta y siete años y cuenta en su haber con diez años de prisión o
deportación. Vladimir Miliutin ha sido detenido ocho veces, en cinco ocasiones
ha sido condenado a prisión pasando por dos deportaciones; Drobnis ha purgado
seis años de cárcel y ha sido condenado a muerte tres veces.
La moral de
estos hombres es de una solidez a toda prueba: ofrecen lo mejor de ellos
mismos, con el convencimiento de que sólo de esta forma, pueden expresar todas
las posibilidades que hierven en sus jóvenes inteligencias. Sverdlov,
clandestino desde los diecinueve años y enviado por el partido para organizar
a los obreros de Kostroma en el Norte, escribe a un amigo: «A veces añoro Nijni‑Novgorod, pero, en definitiva, estoy contento de haber partido, porque
allí no hubiese podido abrir las alas que creo poseer. En Novgorod he
aprendido a trabajar y he llegado aquí en posesión de una experiencia: cuento
con un amplio campo de acción donde emplear mis fuerzas» [27]. Preobrazhensky,
principal líder del partido ilegal del Ural durante el periodo de reacción, es
detenido y juzgado. Cuando Kerensky, su abogado, intenta negar los cargos que
se le imputan, se pone en pie de un salto, le desautoriza, afirma sus
convicciones y reivindica la responsabilidad de su acción revolucionaria.
Naturalmente resulta condenado: sólo después de la victoria de la revolución,
descubrirá el partido que este hombre, revolucionario profesional desde los
dieciocho años, es un economista de enorme valía.
Los revolucionarios estudian: algunos, como
Piatakov, que escribe un ensayo sobre Spengler, durante el periodo en que la
policía le acosa en Ucrania, en 1918, o como Bujarin, son relevantes
intelectuales. Los otros, aunque menos brillantes, estudian también siempre que
pueden, ya que el partido es una escuela, y esto no sólo en sentido figurado.
En sus filas se suele aprender a leer y, cada militante, se convierte en jefe
de estudios de un grupo en el que se educa y se discute. Los adversarios del
bolchevismo suelen burlarse de este gusto por los libros que, en determinados
momentos, convierte al partido en una especie de «club de sociología»; sin
embargo, a la preparación de la conferencia de Praga contribuye con toda clase
de garantías de efectividad la escuela de cuadros de Longjumeau, integrada por
varias decenas de militantes que escuchan y discuten cuarenta y cinco lecciones
de Lenin, treinta de las cuales versan sobre economía política y diez sobre la
cuestión agraria, además, se imparten clases de historia del partido ruso, de
historia del movimiento obrero occidental, de derecho, de literatura y de
técnica periodística. Naturalmente, no todos los bolcheviques son pozos de
ciencia, pero su cultura los eleva muy por encima del nivel medio de las masas;
en sus filas se cuentan algunos de los intelectuales más brillantes de nuestra
época. Sin duda alguna, el partido educa y, de todas formas, el revolucionario
profesional dista mucho de ser el precoz burócrata descrito por los detractores
del bolchevismo.
Trotsky, que
conocía bien a estos hombres y llevó su mismo tipo de vida, a pesar de no ser
bolchevique aún, escribió respecto a ellos: «La juventud de la generación
revolucionaria coincidía con la del movimiento obrero. Era el momento de los
hombres de 18 a 30 años. Los revolucionarios de mayor edad eran contados con
los dedos de la mano y parecían ancianos. El movimiento desconocía por completo
el arribismo, se nutría de su fe en el futuro y su espíritu de sacrificio. No
existía rutina alguna, ni fórmulas convencionales, ni gestos teatrales, ni
procedimientos retóricos. El patetismo que empezaba a surgir era tímido y
torpe. Incluso palabras como «comité» y «partido», resultaban nuevas aún,
conservando su aureola y despertando en los jóvenes unas resonancias vibrantes
y conmovedoras. El que ingresaba en la organización sabía que la prisión y la
deportación le esperaban, dentro de unos meses. El pundonor del militante se
cifraba en resistir el mayor tiempo posible sin ser detenido, en comportarse
dignamente ante la policía, en secundar cuanto se pudiese a los camaradas
detenidos, en leer el mayor número de libros en la cárcel, en evadirse cuanto
antes de la deportación para ir al extranjero y hacer allí provisión de conocimientos,
con el fin de volver y reanudar el trabajo revolucionario. Los revolucionarios
creían en aquello que enseñaban, ninguna otra razón podría haberles llevado, de
no ser así, a emprender su vía crucis» [28].
Ciertamente,
nada puede explicar mejor las victorias del bolchevismo y, sobre todo, su
conquista, lenta al principio, más tarde fulminante, de aquellos a los que
Bujarin denomina el «segundo círculo concéntrico del partido», los obreros
revolucionarios, que constituyen sus antenas y sus palancas, como organizadores
de los sindicatos y comités del partido, como focos de resistencia y centro de
iniciativas; son líderes y educadores infatigables, merced a cuya acción pudo
integrarse el partido con la clase y dirigirla. La historia ha olvidado los nombres
de casi todos ellos: Lenin los llama cuadros «a la Kayúrov», por el nombre del
obrero que le esconde en 1917 durante unos días y en el que siempre depositará
su confianza. Sin la existencia de estos hombres, resulta imposible comprender
el «milagro» bolchevique.
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